NOTA: esta entrada pertenecía al antiguo blog.
Mi nombre es Paula. Quizás es algo obvio para muchos. No es un nombre raro y es bastante común. «¡Qué bonito nombre!», suelen decir. Yo les miro y descodifico su falsa sonrisa. «Gracias. Ahora sí lo es», respondo.
Si hacemos un poco de etimología, tendríamos que aterrizar sobre la antigua Roma para averiguar que mi nombre proviene del nombre latino Paulus (así como su masculino, Pablo). Sabiendo que es un nombre romano, cualquiera podría pensar que está ante un vocativo imperial, épico y heroico. Podría tener el porte de Ignacio, que proviene de Ignatius, aquel que es nacido del fuego o, quizás, como de Martina, que proviene de Marte, el imbatible dios de la guerra. Hubiera querido que fuese así, un nombre mítico, un nombre que fuese digno de recordar por la fuerza histórica que lo mueve. En cambio, no es así: mi apelativo rompe la tradición de las armas y de la epopeya, pues Paulus significa «el más pequeño».
Hace unos años atrás, creí que tenía que adaptarme, de forma literal, a la naturaleza de mi nombre: mi voz nunca se transformó en una daga. No fui capaz de utilizarla contra aquellos que empedraban mis palabras, mis actos y mis virtudes con su desprecio. Mi altura también fue adaptada exclusivamente para mi nombre, porque yo, diminuta como el grano de arena, debía de recordar cómo debe de ser el mundo para mí: desmedido, excesivo, inmenso. Nada podía ser más pequeño que yo.
Fue en mi tardía adolescencia donde comencé a desentender la verosimilitud. Dejé de visualizar mi nombre como un vocablo negativo y conseguí vislumbrar una identidad paralela: dentro de lo pequeño se esconde la grandeza. Siempre he pensado que esto ocurre, de igual manera, con los libros. Cuando abrimos una página, vemos símbolos pequeños, algunos más que otros. No obstante, esas pequeñas grafías son necesarias para poder realizar los relatos que condicionan, en parte, nuestra forma de vivir en sociedad. De los pequeños trazos conseguimos cosas totalmente fuera de la órbita natural. Ocurre con los pentagramas, por ejemplo, pues son capaces de alterar la piel del que escucha. ¿No es eso algo grandioso?
Es desde entonces que yo, Paula, la más pequeña, no tengo sueños a mi altura. Mi nombre, que no es propio de héroes, es magno, intrusivo y legendario, pues es que es lo pequeño lo permite la vulnerabilidad y, esta, la que permite crecer constantemente. El que se siente inmenso no tiene necesidad de regenerar el corazón porque el ego ya es digno de ocupar su lugar.
Cuido mi nombre porque Paulus, que es pequeño, también significa «humilde». Pequeña y humilde… Tengo un nombre errático, creativo y ruidoso. No necesito la mayor de las grandezas porque ya la conozco: soy la pequeña y humilde Paula, la que abraza la inquietante voluntad de seguir progresando entre grandes, exuberantes y prominentes obstáculos. Y qué gran noticia.