NOTA: esta entrada pertenecía al antiguo blog.
Desde bien pequeña, he tenido la oportunidad de conocer los entresijos del mundo natural. Recuerdo tan vívidamente aquellos primeros vestigios de la primavera donde los pájaros presumían su talento cantarín y mi padre preparaba el único terreno en barbecho del jardín para plantar todos los comestibles posibles. La tierra ya había descansado todo el invierno y era hora de pedirle su máximo poder para reconstruir, de nuevo, nuestra identidad. Aquí la tierra se ha trabajado siempre desde el respeto y el amor hacia el origen. Sin embargo, presenciando nuestros días asilvestrados por la plenitud moderna, me he percatado que estamos espantando lo más valioso, lo más transcendental que ha conseguido domesticar el ser humano: el culto a la Madre.
Desde mi perspectiva, el hecho de cuidar desde semilla a las plantas ha supuesto reinsertar esta forma de entender el mundo. Este hecho tan olvidado en nuestras ciudades —y que, ahora, se está implantando como medida de emergencia— es aquello que me hidrata las manos no solo de tierra, sino también de vida y de orgullo.
El ser humano sabe cuidar, sabe alimentar, sabe entregar. Recibimos más que un fruto a cambio: el proceso de acariciar las hojas de las plantas, de observarlas y retroceder para permitir el trabajo de los insectos polinizadores. Quizás, estar en contacto con ellas, en su desarrollo tan primitivo y ancestral, es lo que despierta en mi piel el anhelo por querer desentender la modernidad.
No quiero convertir lo contemporáneo en algo villano y despreciable, pues gracias al progreso y a los avances tecnológicos y sociales, hemos podido, en cierta manera, resolver misterios y conflictos entre nosotros y la naturaleza. Sin embargo, no toda nuestra especie tiene la misma visión comunitaria y hay quienes prefieren acaparar todo lo que tienen para ser felices. Dar no es una disfunción —como se entiende hoy en día— sino que es la mayor de las virtudes. Encontrar esa conexión con el árbol, el viento y el pájaro —por decir algunas entidades conectadas entre sí— no nos debe de avergonzar por lo que pueda decirnos una sociedad corrompida por el humo, la rueda y la finanza.
El huerto es la vertiente de nuestra relación genuina que tenemos con la naturaleza. Cuando nuestra especie dejó de invertir sus esfuerzos en la caza-recolección, se abrieron las puertas a la domesticación de la tierra y del ganado. Todo aquello, claramente, requería no solo un conocimiento técnico, sino también uno emocional y sacro. La tierra sigue siendo un ente vivo que proporciona lo necesario para vivir y lo fundamental para morir. La domesticación no es una relación de poder desigual entre domador y domado —a mí parecer—, sino que es una relación claramente simbiótica: el que cuida recibe y el que da es cuidado. Los alrededores de lo que cuidamos se nutren, por extensión, de vida: insectos, pájaros, pequeños mamíferos… Y el mundo ralentiza su dolor con estos pequeños gestos que, ahora olvidados, sobrevivieron durante generaciones hasta convertirse en algo primario. ¿Qué orgullo nos queda? ¿Corromper los hábitats que han retado con su presencia a los más desastrosos cambios climáticos naturales? ¿Conseguir, día tras día, la extinción de ciertas criaturas? Somos destructivos por desnaturaleza, por haber permitido que el yo originario fuese despedazado por el yo impostado. Es por eso que el huerto es un símbolo de resistencia, de ancestralidad, de poder. Y tener un espacio como este no requiere de grandes terrenos: incluso en los balcones más pequeños podemos extender este dominio intrínseco de nuestra especie con bancales, macetas o cualquier recipiente que pueda permitir el drenaje. No es difícil pasar del estar natural al ser natural. El primero, es un estado pasivo, rápido, hierático, el segundo; diverso, lento, innato. Y convertirse en agente activo es tan fácil como relajar las manos sobre el brillo —y no suciedad— de la tierra; cogerla, sentirla y liberar su vibración.
Con todo esto, resumo muy brevemente mi pasión por las plantas y la fauna, mi dedicación y mi esfuerzo particular en divulgar la importancia de los espacios verdes y naturales, de la creatividad que renace cuando estrechamos, de nuevo, nuestra mano a los principios y a la muerte, de humanizar limpiamente nuestras ciudades y campos, de retroceder para visualizar mejor el paisaje que nos arropa eternamente.