Cantabria: in ictu oculi

Palacio de Sobrellano, Comillas (Cantabria)

El viaje que se insinuó al ser durmiente

PRIMERA PARTE

Introducción

Pronto se cumplirán dos semanas desde que regresé de aquel lugar tan íntimo, fugaz, inequívoco. Lo recuerdo como si aún el frío de sus tierras estuviese tratando de traspasar las infraestructuras textiles que tan pobremente conseguían protegerme. Como persona adaptada al clima que se instaura cada vez más frecuentemente en la zona mediterránea, no supuse que, quizás, en aquellos norteños rincones de la Península, la temperatura sería mucho más frígida. Sin embargo, las manos transmutaban al hieratismo y el rostro se tornaba de un color más pálido. Incluso la nariz, el perfecto indicador de salud y enfermedad, comenzaba a enarbolar ese tan característico tono bermejo propio de la acción de las estaciones más frías.

Si tuviese que empezar una descripción de la tierra de lábaro, tendría que remontarme a tantos y tan dispares detalles que la explicación tendría dificultades para encontrar un fin inmutable. No obstante, si de verdad me pusiese a pensar, podría retener en la memoria instantes que permanecieron hasta el día de hoy. Entre ellos, vuelve la imagen de la res con su pequeño becerro, el momento en que el mar tomaba como propiedad el hormigón portuario de San Vicente de la Barquera, la forma en que solo el verde encabeza el protagonismo paisajístico.

Como digo, son espectros memorísticos, casualidades del recuerdo, insistencias de la emoción, y todo diverge en el dulce de los ojos que piensan. Son tanto imágenes como, por ejemplo, compuestos lingüísticos que tan solo había visto en un entorno más académico. Formas imprecisas y enriquecedoras como un característico e impermeable leísmo —te le llevo/te lo llevo— o una persistencia en otorgar una personalidad fricativa interdental sorda a las oclusivas dentales sonoras —cuidaz/cuidad—, algo propio del castellano hablado en estas zonas de la Península. Parece que hablo de cosas totalmente inusuales, pero, en realidad, son fenómenos naturales, vivos y vigentes, con lo cual, mi asombro todavía cobró más sentido.

Por la insuperable presencia de vacunos merodeando por las extensas y místicas praderas del territorio, es de esperar que su producto estrella sea la carne de res. Pensarían muchos que el lugar no es deseoso para aquel que practica una dieta en donde se restringe el consumo de animales. Sin embargo, la situación se vertebró entre lo maravilloso y lo inmejorable y pude disfrutar de los placeres gastronómicos de Cantabria sin que nadie se opusiese a lo insistentemente común.

 

Vino y pan en el restaurante de Reinosa (Cantabria)

La tierra, el verde, las gentes, el mar y la inmensidad de los caminos que conforman Cantabria han sido materiales que han confabulado una experiencia infranqueable, un neguit imperiós, la instauración de una nueva verdad que ahora me aviva el hálito que demostraba flaqueza y desesperación. Nunca había creído en los viajes que cambiaban a las personas —quizás porque nunca había conectado tanto con un lugar, con un momento y con una tradición—, pero, aunque la transformación mesías haya llegado tarde, ha dado, de lleno, con lo que más necesitaba: abandonar el letargo y la somnolencia que tanto preservé para poder, de nuevo, regresar.

4 comentarios

  1. Eres maravillosa… La manera de expresar lo que has vivido es increíble. Se ve que te ha gustado mucho este viaje en familia 👏🏻

  2. Ignacio Trabucchelli Ramos

    Ha sido una lectura profunda, poética y relajante

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *