Vine, vi, vencí: la fórmula

NOTA: esta entrada pertenecía al antiguo blog.

Milú, el pequeño gorrión que venció la batalla contra la muerte.

Ocurría varias veces. «¡Fin!» me decía a mí misma. Trataba de evitarlo, pero era una justa realización. Grité y la vida supo gestionarse como una imagen sorda:

«El pasado es una calcomanía oxidada que no se despega nunca del pecho».

Los años son desechos corpulentos que desmontan las inocencias feroces: las bestias son instruidas por la mañana para que rehúsen de su naturaleza a cambio de supervivencia total todas las noches.

Yo me asusté, me escondí y me rendí. Me aislé, me felicité y me convertí en un cuerpo escarchado en la carencia.

Pero el ser humano es más feroz cuando obstaculiza el desdén que ha imperado en su mano y aligera el reencuentro con su habilidosa resiliencia. Miren como esto lo hacen también las plantas: frenan la dinastía del cemento para imperar sobre esa superfície fría e inanimada el primer gobierno de la vida.

Yo me asusté, me iluminé y me gané. Me liberé, me felicité

y me reformulé en un corazón formado por la presencia.

Para resumirme, siempre acudo al episodio histórico de Julio César, en el 47 a.C, cuando entregó al senado romano su célebre locución tras haber vencido a Farnaces II del Ponto en la Batalla de Zela:

«Vine, vi, vencí».

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