NOTA: esta entrada pertenecía al antiguo blog.
Hace poco, me reconcilié con las plantas silvestres y la cultura que hay detrás de cada hoja y pétalo. Siempre he estado unida al huerto, a la planta cultivada y al alimento accesible a través del trabajo de la tierra. Sin embargo, retomando la idea de ancestralidad que dejé expuesta en la segunda entrada del blog, El huerto: el destino ancestral, he querido nutrirme de bosque y primitivismo. He indagado por la tierra desconocida, única, inseparable. He observado a las plantas más comunes e ignoradas. He levantado la cabeza hacia las copas de las encinas, de los olivos y de los madroños. He unido mi mano con el fango más joven tras las últimas tormentas. Pasar tiempo en un entorno natural me ha ayudado a desentender y encontrar una claridad escondida y apartada. El bosque es una cultura desconocida y llena de conocimientos únicos que no solo permite el reencuentro con nuestra parte más ancestral, sino que también nos ayuda a trabajar en nuestra introspección como individuo moderno y cosmopolita.
De todo aquello que he podido aprender, me gustaría exteriorizar las grandes propiedades que oculta una planta silvestre que, muchas veces, ignoramos. Esa misma, esa pequeña joya, es el diente de león. No hay nadie que no se haya topado con esa planta que transforma su primer verde en una flor amarilla —este color vivo y ruidoso suele llenar las veras de los caminos, grandes campos o, incluso, algunos jardines—. Esta flor, posteriormente, morirá y dará como resultado esas famosas semillas que se elevan de inmediato al cielo con un cuidadoso soplo de viento.
Suelo relacionar esta planta con todo el repertorio de seres vivos que permanecen en mi memoria infantil. Una planta accesible, común, bonita. La flor que recoges con tu padre un sábado por la mañana y se la entregas a tu madre cuando vuelves de la montaña. La planta que comparte espacio con la manzanilla y el romero. El verde que se opone al reino del cemento y sobresale por cualquier hueco imposible. La planta maravilla. No obstante, siempre he escuchado que de buena no tiene nada porque es una mala hierba. Indeseada, molesta, rechazada.
Quisiera remarcar que, para mí, no existen las malas hierbas. Si se tuviese que considerar una planta mala —diría más bien, planta manipulada—, elegiría aquellas que fueron extraídas de su hábitat natural y fueron introducidas en otro bien diferente. Con este mismo acto, la planta ofrece un plan invasor al medio que no le corresponde y termina por excluir a la fauna y flora que permaneció durante miles de años. Y quisiera remarcar, también, que el único responsable de todo esto es el ser humano. Las plantas sólo se mueven de un continente a otro si alguien carga con sus semillas, esquejes o hijuelos. Y es un acto voluntario y consciente.
Ahora bien… Hablemos del diente de león.
Esta planta —denominada científicamente taraxacum officinale— de procedencia europea ha sido utilizada durante siglos como planta medicinal para depurar el organismo y para atender anomalías tópicas como el acné. Sin embargo, quiero destacar su papel culinario, pues el diente de león es comestible en su totalidad, es decir, se puede comer desde la flor y las hojas hasta la misma raíz.
Comenzando por ésta última, durante épocas de escasez, se ha utilizado como substituto de la achicoria —que ésta misma era una substituta del café—. Esto se consigue mediante el secado y deshidratación de la raíz —usando la exposición al sol, el deshidratador de alimentos o el horno—. Una vez seca, se debe de moler —se puede usar un mortero, un procesador de alimentos o un molinillo de café— hasta que quede un polvo medio fino. A partir de ahí —y si se desea una consistencia parecida al café—, se debe de tamizar con un colador para obtener un polvo fino.
Siguiendo la estructura vertical de la planta, iríamos, ahora, con las hojas. Éstas mismas pueden ser consumidas crudas —pero lavadas previamente— en forma de ensalada. Podríamos pensar su preparación como la de una lechuga común. Además, también podemos cocinarlas como lo haríamos con la acelga —por lo tanto, se puede hervir y freír—. Para su consumición cruda, es recomendable elegir aquellas hojas que son más jóvenes. Para su consumición cocinada, es preferible tomar las hojas que muestran síntomas de madurez. Ergo, estas hojas silvestres contienen una importante concentración de vitamina A y C, superando en cantidades de hierro y calcio a otras hortalizas cultivadas.
A continuación, llegamos a la parte más célebre y popular de esta planta, que es, por supuesto, su flor. Como se ha explicado con las hojas, los pétalos de las flores pueden ser utilizados como condimento en ensaladas. Se puede aplicar moderadas dosis de aceite de oliva para intensificar su sabor en la mezcla con otras hojas tiernas —lechuga, canónigo, rúcula—. Además, en algunas regiones de Europa, se usa esta flor para la preparación de mermeladas, licores y fritadas.
Para finalizar, me gustaría explicar que esta planta, tan mal mirada, es una de las fuentes apícolas silvestres disponibles en nuestro entorno. Arrancar un diente de león supone un lugar menos para el correcto desarrollo de la polinización realizada por una gran cantidad de insectos polinizadores, entre ellos, las abejas. A raíz de la destrucción de los hábitats, estos pequeños insectos voladores tienen más dificultades para encontrar su alimento. Si ellas no pueden trabajar, nosotros no obtenemos nuestros alimentos vegetales. Y creo que, si sigo con la cadena alimentaria, muchos entenderán cómo puede terminar la cosa si ellas se marchan para siempre. El diente de león proporciona una interesante cantidad de néctar y polen a las abejas obreras, es decir, su fuente de energía. Si la planta molesta en tu huerto o jardín, transplántala en una maceta o devuélvela al terreno donde persiste la planta madre —seguramente, un bosque, un camino, una carretera—.
El diente de león, la planta cosmopolita, es una prueba más de que la naturaleza está presente en cada rincón de nuestra existencia. Las plantas —y muchos animales silvestres— no oponen resistencia alguna ante el arrollador avance de nuestras ciudades. Ellas, simplemente, prosperan hasta en los más remotos lugares. El verde, de alguna manera, nos recuerda quiénes somos y de dónde venimos. Puede que el gris gane, es indudable y reconocible, pero la naturaleza retiene, siempre, su indomable firmeza.